Por Víctor Martín y Elena del Estal.
“¿Golden Temple?” exclaman uno tras otro todos los taxistas que merodean la estación de tren de Amritsar esperando que algún viajero acceda a subirse en su tuk tuk. El primer día es inevitable caer en la trampa. No obstante, los veteranos saben que para ir al templo existe un autobús gratuito que recorre el aeropuerto, la estación y el lugar sagrado. Ese lugar por el que tanta gente viene a ver Amritsar, en el norteño estado del Punjab.

El Templo Dorado, conocido como Harmandir Sahib, es la cuna de los sijs, corriente religiosa con más de 25 millones de seguidores en el mundo.  En Occidente es conocida porque sus fieles no se cortan el pelo de la cabeza ni se afeitan la barba. Esa es una de las 5 indicaciones que deben cumplir los sijs: kesh (pelo sin cortar), pero además deben llevar siempre un khanga (un pequeño peine), un kara (un brazalete metálico), kacha (ropa interior de algodón) y un kirpán (una daga, cuyo tamaño varía). Como el centro espiritual que es, las calles de esta ciudad están abarrotadas de sijs, hombres y mujeres, aunque a los hombres se les diferencia mucho mejor gracias a su característico turbante. Y es que todos ellos han de venir al templo al menos una vez en la vida, lo que convierte al Templo Dorado en la Meca del sijismo.

Amritsar vive por y para el Templo Dorado. El turismo, nacional e internacional, es una de sus principales fuente de ingresos. Y eso que dentro del Templo todo se ofrece sin coste alguno. Dado que es un lugar de peregrinación, en su interior hay un hospedaje gratuito, lo mismo que un pequeño hospital o un enorme comedor donde se reparte arroz dulce, pan y lentejas a todo el que quiera sentarse a comer. Todo para que el peregrino –también el turista- se sienta como en casa. Eso sí, una casa en la que es necesario taparse la cabeza con un pañuelo y descalzarse los pies. La hospitalidad que se respira en el lugar, desde el primer rezo antes de amanecer hasta el último caída la noche, es inigualable. Y de fondo, de manera permanente, se escucha la agradable música que tocan desde el santuario dorado. 
ImagenVoluntarias sij cocinan el roti (pan) que se sirve a diario. (E.E)
Sin embargo, como no podía ser de otra manera, fuimos objeto del timo más clásico que ha existido nunca. Un sij, amable y risueño, se acerca con la intención de tomarse un té contigo. Poco a poco te va enredando mientras hace de guía por partes desconocidas del templo. Al final, obviamente, desaparece su permanente sonrisa y te dice que todo eso que parecía que hacía por ser simpático tiene su precio. Nos queda el consuelo de saber que gracias a él pudimos ver algunos de los entresijos del lugar que no ve la gente corriente, como el interior de las cocinas o las vistas desde lo alto de una parte del templo. 

Si en Delhi el elitismo de los sijs se palpa en sus ropas, en sus coches, en sus negocios o en sus barrios, en Amritsar se hace menos visible. O, mejor dicho, se hace más visible la variedad de sijs que viven en India. Y esto ocurre en el plano económico (es común verles conducir desde un rickshaw a un coche lujoso) hasta en el religioso (no ha de extrañar encontrarse sijs sin barba o con el pelo corto, según cómo entiendan ellos las normas y los límites de su religión).  

Precisamente en su cuna, los sijs vivieron el peor día de su historia cuando en 1984 la primera ministra Indira Gandhi ordenó realizar una masacre dentro del templo. Por aquel entonces, tenía fuerza una corriente del sijismo que aspiraba a conseguir la independencia del Punjab y así lograr un Estado propio. Pagaron cara su insurgencia ante la mano de hierro de Delhi. Aquella matanza, la llamada Operación Blue Star, acabó con la vida de más de 500 personas. Meses más tarde, Gandhi sería asesinada por sus guardaespaldas (sijs, claro). 

La otra gran masacre que vivió Amritsar data de 1919 y fue perpetrada por el ejército británico. Murieron, según las cifras que manejan los indios, más de 1.000 personas. Hoy un memorial frecuentado sobre todo por turistas y excursiones escolares recuerda aquella sangrenta página de la historia de la India.  Dentro de los jardines del memorial todo es tranquilo, silencioso. Fuera, se vuelve al ruido de siempre, al trajín de coches, motos y rickshaws

Imagen
Un hombre trabaja a las puertas de su tienda en una de las calles aledañas al Templo Dorado (E.E)
Las calles de Amritsar

Si se espera ver en las calles de Amritsar algún indicio que refleje que se está en una ciudad que posee un templo construido con 750 kilos de oro, lamentablemente no se verá.

Amritsar no se diferencia en mucho de cualquier otra mediana ciudad de La India. Sus calles, de tierra, están abarrotadas de gente y de todo tipo de vehículos. El polvo inunda la nariz, se mete en la boca, molesta en los ojos.  Lo mismo ocurre con el ruido: la paz que se encuentra en el templo se diluye al poner un pie fuera de él y el claxon de los vehículos vuelve a inundar por completo el ambiente.

Desde antes del amanecer ya comienza a respirarse el bullicio. Vendedores ambulantes de comida, dependientes que intentan captar clientes desde el umbral de la puerta de sus tiendas, niños que ofrecen coloridas postales, conductores de rickshaws que insisten a los viandantes para que los elijan a ellos para llevarlos a cualquier punto de la ciudad. Bueno, no a cualquier punto. A la frontera con Pakistán, la otra gran atracción turística de la ciudad, no te lleva un rickshaw, sino que lo hará uno de los taxistas que hacen el recorrido a diario. Es fácil reconocerlos, son los que gritan un número incontable de veces “Wagah border” (frontera de Wagah) casi hasta la extenuación.

Y es que el paso de Wagah está a medio camino entre Amritsar y su hermana musulmana, Lahore, en el lado pakistaní. En el cruce que divide ambos países, cada tarde se realiza la ceremonia del cierre de la frontera y la bajada de bandera. Este acto, que podría ser un acto cualquiera, se ha convertido en un auténtico reclamo para turistas y patriotas de ambos países. Arropados por la multitud de las gradas, los dos ejércitos llevan a cabo una ceremonia entre lo ridículo, lo exagerado y lo pasional: ver cuál de sus soldados levanta la pierna más alto. Digno de ver.
ImagenGuardia fronterizo indio en Wagah (V.M.)
En Amritsar, alejarse de las calles que rodean al Golden Temple es alejarse del oro, pero también alejarse de los turistas. Y eso se nota, no sólo en que no haya presencia occidental, sino y sobre todo, en que cambia el modo en que te miran los locales. Han dejado de ver en ti el reflejo dorado del dólar para ver ya simplemente a alguien diferente al que enseñarle su tienda o su pequeño taller, con quien sentarse a tomar un chai, o con quien intentar entablar una conversación en un limitado inglés pero demostrando un amplio uso del lenguaje gestual.

Así nos acabamos metiendo en el taller de una familia cristiana que fabrica artesanalmente el kirpan: ese sable que con tanto orgullo llevan como parte de su vestimenta diaria los sijs. Todo el día, todos los días, en un oscuro y sucio taller elaborando el gran preciado símbolo que marca su antigua faceta de guerreros. 

Unas calles para perderse, y por las que se pueden pasar horas fotografiando a su gentes… y ¡siendo fotografiados por ellos! No tienen reparos en pedirte que salgas en una foto con ellos y que se la hagas ya sea con su cámara o con la tuya. Si uno se descuida es fácil verse de repente rodeado de gente que está esperando su turno para tomar su propia instantánea. Tampoco es de extrañar que una madre te dé a su bebé en brazos para que lo cojas y te fotografíes con él. A nosotros nos hace mucha gracia, y no es que no nos importe, es que casi lo agradecemos: les hemos robado tantas fotos que nos lo tomamos como una manera de intentar equilibrar un poco la balanza.