Por Elena del Estal
Si preguntas a cualquiera sobre Pushkar posiblemente lo primero a lo que hará referencia será su feria de camellos. La Camel Fair, en inglés, o la Unth Ka Mela, en hindi, es quizás el evento más esperado en esta pequeña localidad del Rajasthán.

Famosa por ser una de las ferias más grandes del mundo de compra venta de animales, comienza con el día de luna llena del mes de Kartik del calendario hindú, lo que suele producirse entre finales de octubre y principios de noviembre. Este año 2013, se ha celebrado del 9 al 17 de noviembre.
ImagenUn grupo de mujeres hace una ofrenda en un ghat. (Elena del Estal)

Como casi todo en India, los grandes eventos vienen siempre marcados por un acontecimiento religioso: cuenta la leyenda que fue justo el día de luna llena cuando Brahma, dios creador, surgió del lago que baña  Pushkar. Es por ello también que la camel fair coincide con la gran peregrinación de hindúes que vienen desde diferentes puntos del país a bañarse en los ghats a las orillas del lago, y por lo que el templo dedicado a la divinidad (uno de los pocos que existen en todo el país) se presenta especialmente concurrido en estos días del año.


Las cifras de visitantes varían según quien las cuente, pero hay quien afirma que hasta 200.000 personas se acercan cada año a visitar las tierras del desierto del Thar y que llegan a ella 150.000 animales (camellos, caballos , ovejas y cabras) para ser vendidos. 

La feria tiene su ritmo propio y antes de que comience el mercadeo los camellos son adornados y acicalados. No es de extrañar que  el visitante se vea en mitad de su paseo, sorprendido de repente por unos alaridos. Dudas sobre si el animal es maltratado ciernen sobre las cabezas de los allí presentes, pero los más curiosos al acercarse al jaleo se percatarán de que no se trata más que del ritual de belleza: les están poniendo guapos.

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Los adornos y las pinturas sobre la piel se colocan antes de que lleguen los compradores. Dicen que los más bonitos son los que se venden primero. (Elena del Estal)
Rajasthan es color, y el mismo color que tienen sus gentes, lo tienen sus camellos: collares, brazaletes, “tobilletas” y hasta “piercings” en la nariz: los pasadores que sujetan las riendas son adornadas con pomposas flores multicolor. Cortarles y pintarles el pelo se convierte también en una de sus prioridades. Los camellos más pequeños se asustan al ver las tijeras cerca de su cara y lloran de un modo bastante escandaloso, pero los mayores ya están acostumbrados y parece incluso que disfrutan cuando sus amos pasan los pinceles impregnados en queroseno pintando improvisadas formas geométricas de color negro.
“Cuanto más guapo esté el camello, más fácil es venderlo”, aseguran un grupo de vendedores llegados desde  Nagaur, un pequeño pueblecito situado a unos 130 km de Pushkar. Y cierto es: quien más se afanó en decorar al animal el día anterior fue el único que, hasta el momento, había conseguido venderlo, cerrando su negocio por 150.000 rupias, algo menos de 1.800 euros.

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La feria dura unos ocho días, e improvisados grupos de pastores pasan las horas a la espera de la venta de sus animales en pequeños grupos, charlando y tomando chai (té). (Victor Martín)
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Arrugas muy marcadas, pieles oscuras y el inconfundible turbante de colores enrollado a la cabeza son las señas de identidad de los habitantes del Rajasthán. (Víctor Martín)
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Dicen que los animales se parecen a sus dueños... ¿o era al revés? (Elena del Estal)
Más allá de los días de feria, Pushkar es también uno de los lugares favoritos de los hippies occidentales. Basta con caminar cinco minutos por sus calles centrales para percatarse de ello. Es fácil encontrar carteles en varios idiomas europeos en los puestos de comida y en las tiendas de productos típicos del Rajasthan. Además la gente que se dedica al comercio chapurreará varias palabras en tu lengua para llamar tu atención. El “Hola hola Coca-cola” parece ser una de sus frases favoritos.

Pero en Pushkar, además, hay otra feria: la fotográfica. Y no precisamente porque Canon o Nikon coloquen stands con sus productos entre los animales. Salir al amanecer a intentar fotografiar los primeros rayos de sol iluminando los lomos de los camellos no es, desde luego, una hazaña insólita en las arenas del desierto del Thar. El número de fotógrafos que recorren la zona durante los días de feria es, cuanto menos, llamativo, por lo que intentar sacar una imagen original del evento se convierte en una tarea complicada. 

ImagenArriba, una televisión internacional graba de cerca cómo se adorna a los camellos. Abajo, un grupo de turistas que viene desde Hong Kong en un "viaje fotográfico" deja por un momento de hacer fotos para posar ante la cámara. (Elena del Estal)


Este hecho ha llevado a que algunos niños y mujeres pasen el día en busca de fotógrafos a los que ofrecerse como modelos a cambio de unas rupias. La combinación de amplias sonrisas y oscuros ojos maquillados en negro, es perfecta como recuerdo de salón, pero las dudas sobre si se ha de pagar por tomar una fotografía hacen frenar la inercia de apretar el disparador. El debate en el gremio será eterno.
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Un camello bebe agua en uno de los bebederos disponibles en el desierto del Thar durante la feria del camello de Pushkar. (Víctor Martín)
 
Por Víctor Martín y Elena del Estal.
“¿Golden Temple?” exclaman uno tras otro todos los taxistas que merodean la estación de tren de Amritsar esperando que algún viajero acceda a subirse en su tuk tuk. El primer día es inevitable caer en la trampa. No obstante, los veteranos saben que para ir al templo existe un autobús gratuito que recorre el aeropuerto, la estación y el lugar sagrado. Ese lugar por el que tanta gente viene a ver Amritsar, en el norteño estado del Punjab.

El Templo Dorado, conocido como Harmandir Sahib, es la cuna de los sijs, corriente religiosa con más de 25 millones de seguidores en el mundo.  En Occidente es conocida porque sus fieles no se cortan el pelo de la cabeza ni se afeitan la barba. Esa es una de las 5 indicaciones que deben cumplir los sijs: kesh (pelo sin cortar), pero además deben llevar siempre un khanga (un pequeño peine), un kara (un brazalete metálico), kacha (ropa interior de algodón) y un kirpán (una daga, cuyo tamaño varía). Como el centro espiritual que es, las calles de esta ciudad están abarrotadas de sijs, hombres y mujeres, aunque a los hombres se les diferencia mucho mejor gracias a su característico turbante. Y es que todos ellos han de venir al templo al menos una vez en la vida, lo que convierte al Templo Dorado en la Meca del sijismo.

Amritsar vive por y para el Templo Dorado. El turismo, nacional e internacional, es una de sus principales fuente de ingresos. Y eso que dentro del Templo todo se ofrece sin coste alguno. Dado que es un lugar de peregrinación, en su interior hay un hospedaje gratuito, lo mismo que un pequeño hospital o un enorme comedor donde se reparte arroz dulce, pan y lentejas a todo el que quiera sentarse a comer. Todo para que el peregrino –también el turista- se sienta como en casa. Eso sí, una casa en la que es necesario taparse la cabeza con un pañuelo y descalzarse los pies. La hospitalidad que se respira en el lugar, desde el primer rezo antes de amanecer hasta el último caída la noche, es inigualable. Y de fondo, de manera permanente, se escucha la agradable música que tocan desde el santuario dorado. 
ImagenVoluntarias sij cocinan el roti (pan) que se sirve a diario. (E.E)
Sin embargo, como no podía ser de otra manera, fuimos objeto del timo más clásico que ha existido nunca. Un sij, amable y risueño, se acerca con la intención de tomarse un té contigo. Poco a poco te va enredando mientras hace de guía por partes desconocidas del templo. Al final, obviamente, desaparece su permanente sonrisa y te dice que todo eso que parecía que hacía por ser simpático tiene su precio. Nos queda el consuelo de saber que gracias a él pudimos ver algunos de los entresijos del lugar que no ve la gente corriente, como el interior de las cocinas o las vistas desde lo alto de una parte del templo. 

Si en Delhi el elitismo de los sijs se palpa en sus ropas, en sus coches, en sus negocios o en sus barrios, en Amritsar se hace menos visible. O, mejor dicho, se hace más visible la variedad de sijs que viven en India. Y esto ocurre en el plano económico (es común verles conducir desde un rickshaw a un coche lujoso) hasta en el religioso (no ha de extrañar encontrarse sijs sin barba o con el pelo corto, según cómo entiendan ellos las normas y los límites de su religión).  

Precisamente en su cuna, los sijs vivieron el peor día de su historia cuando en 1984 la primera ministra Indira Gandhi ordenó realizar una masacre dentro del templo. Por aquel entonces, tenía fuerza una corriente del sijismo que aspiraba a conseguir la independencia del Punjab y así lograr un Estado propio. Pagaron cara su insurgencia ante la mano de hierro de Delhi. Aquella matanza, la llamada Operación Blue Star, acabó con la vida de más de 500 personas. Meses más tarde, Gandhi sería asesinada por sus guardaespaldas (sijs, claro). 

La otra gran masacre que vivió Amritsar data de 1919 y fue perpetrada por el ejército británico. Murieron, según las cifras que manejan los indios, más de 1.000 personas. Hoy un memorial frecuentado sobre todo por turistas y excursiones escolares recuerda aquella sangrenta página de la historia de la India.  Dentro de los jardines del memorial todo es tranquilo, silencioso. Fuera, se vuelve al ruido de siempre, al trajín de coches, motos y rickshaws

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Un hombre trabaja a las puertas de su tienda en una de las calles aledañas al Templo Dorado (E.E)
Las calles de Amritsar

Si se espera ver en las calles de Amritsar algún indicio que refleje que se está en una ciudad que posee un templo construido con 750 kilos de oro, lamentablemente no se verá.

Amritsar no se diferencia en mucho de cualquier otra mediana ciudad de La India. Sus calles, de tierra, están abarrotadas de gente y de todo tipo de vehículos. El polvo inunda la nariz, se mete en la boca, molesta en los ojos.  Lo mismo ocurre con el ruido: la paz que se encuentra en el templo se diluye al poner un pie fuera de él y el claxon de los vehículos vuelve a inundar por completo el ambiente.

Desde antes del amanecer ya comienza a respirarse el bullicio. Vendedores ambulantes de comida, dependientes que intentan captar clientes desde el umbral de la puerta de sus tiendas, niños que ofrecen coloridas postales, conductores de rickshaws que insisten a los viandantes para que los elijan a ellos para llevarlos a cualquier punto de la ciudad. Bueno, no a cualquier punto. A la frontera con Pakistán, la otra gran atracción turística de la ciudad, no te lleva un rickshaw, sino que lo hará uno de los taxistas que hacen el recorrido a diario. Es fácil reconocerlos, son los que gritan un número incontable de veces “Wagah border” (frontera de Wagah) casi hasta la extenuación.

Y es que el paso de Wagah está a medio camino entre Amritsar y su hermana musulmana, Lahore, en el lado pakistaní. En el cruce que divide ambos países, cada tarde se realiza la ceremonia del cierre de la frontera y la bajada de bandera. Este acto, que podría ser un acto cualquiera, se ha convertido en un auténtico reclamo para turistas y patriotas de ambos países. Arropados por la multitud de las gradas, los dos ejércitos llevan a cabo una ceremonia entre lo ridículo, lo exagerado y lo pasional: ver cuál de sus soldados levanta la pierna más alto. Digno de ver.
ImagenGuardia fronterizo indio en Wagah (V.M.)
En Amritsar, alejarse de las calles que rodean al Golden Temple es alejarse del oro, pero también alejarse de los turistas. Y eso se nota, no sólo en que no haya presencia occidental, sino y sobre todo, en que cambia el modo en que te miran los locales. Han dejado de ver en ti el reflejo dorado del dólar para ver ya simplemente a alguien diferente al que enseñarle su tienda o su pequeño taller, con quien sentarse a tomar un chai, o con quien intentar entablar una conversación en un limitado inglés pero demostrando un amplio uso del lenguaje gestual.

Así nos acabamos metiendo en el taller de una familia cristiana que fabrica artesanalmente el kirpan: ese sable que con tanto orgullo llevan como parte de su vestimenta diaria los sijs. Todo el día, todos los días, en un oscuro y sucio taller elaborando el gran preciado símbolo que marca su antigua faceta de guerreros. 

Unas calles para perderse, y por las que se pueden pasar horas fotografiando a su gentes… y ¡siendo fotografiados por ellos! No tienen reparos en pedirte que salgas en una foto con ellos y que se la hagas ya sea con su cámara o con la tuya. Si uno se descuida es fácil verse de repente rodeado de gente que está esperando su turno para tomar su propia instantánea. Tampoco es de extrañar que una madre te dé a su bebé en brazos para que lo cojas y te fotografíes con él. A nosotros nos hace mucha gracia, y no es que no nos importe, es que casi lo agradecemos: les hemos robado tantas fotos que nos lo tomamos como una manera de intentar equilibrar un poco la balanza.